Cantañuna
Hace mucho tiempo, durante
los primeros años de vida colonial en la ciudad de Quito, cuenta una narración
antigua que los primeros frailes franciscanos contrataron a un indígena
conocido con el nombre de “Cantuña” para que construyera el atrio de lo que
sería el monumental Convento dedicado al Santo de Asís.
El indígena, llevado
quizá por la sed de oro o el ansia de gloria, cometió la locura de firmar
solemne compromiso para construir tan grandiosa obra sin darse cuenta que no
alcanzaría a cumplir a tiempo con el mencionado contrato.
El tiempo pasó y cada
vez más se acababa el plazo para culminar la obra que en su construcción estaba
a la mitad. Con el esfuerzo humano era imposible culminare el ofrecimiento en
el tiempo restante.
Loco de dolor,
fatigado, consumido por la desesperación y los temores, Cantuña, en su casa,
pensaba:
“¡Faltan
pocas horas para terminarse el plazo!. Y no he podido culminar mi obra.
Sólo me espera la humillación y la cárcel!”
Los sueños de dicha y
de grandeza, que alimentara el indígena, se iban abajo ante la realidad
terrible. El contrato no sería cumplido y sabía que pronto sería arrojado a la
obscuridad fría y desoladora de una celda.
Moría la tarde en un
crepúsculo de fuego. Las campanas de las escasas iglesias llamaban con
sonoridad a la oración de la tarde; en el ambiente flotaba un perfume campesino
y puro, la poca gente se dirigía al templo, o, presurosa, a encerrarse en el
hogar.
Cantuña por su parte,
jadeante y ansioso, recorría a largos pasos su habitación. Se encomendó al
Divino Creador con rezos y súplicas para que le hiciera el milagro de ver
culminada la construcción de su atrio. Conforme iban saliendo de su boca las
palabras de la oración, un consuelo de esperanza parecía descender sobre él.
Acabada la súplica, el indígena se dirigió a la obra inconclusa con la
confianza de que el Divino Señor había atendido su ruego.
Por un ángulo de la
plaza, envuelto en amplio poncho, apareció Cantuña. Sus ojos creyeron divisar,
en la espesa niebla, a obreros divinos que daban la última mano al atrio
gigantesco. Palpitó su corazón de gozo y por un instante una oración de
gratitud brotó de sus labios. Pero la visión alegre se esfumó como se esfumó la
niebla que envolvía a la construcción, y vio con desalentadora tristeza que sus
súplicas no habían sido escuchadas, ¡se había engañado!, el atrio inconcluso
apareció de las sombras. La ira salió de su corazón acompañado de blasfemias
que vibraron por todo el espacio.
En ese momento, justo
cuando las maldiciones descendían de su clímax, de entre los montones de
piedras mal apiladas salió un personaje misterioso, envuelto en manto rojo;
rostro negro; sudoroso; con sonrisa hipócrita dibujada en su boca enorme; poco
a poco, el fantasma, se acercaba al espantado indígena.
“¡CANTUÑA!”,
Lo llamó…
“¡Sé
cuál es tu dolor!”. “¡Sé que mañana serás desgraciado y sin honra!”. “Pero yo
puedo consolarte en tu aflicción…” “¡SOY LUCIFER y he venido a ayudarte!”;
“¡Antes de que asome el alba el atrio estará concluido; tú, a cambio, me
entregarás tu alma!”
“¿Aceptas?”
Preguntó el demonio…
…y en un estado de
shock, con el rostro pálido y el cuerpo lleno de frío, el indio Cantuña,
dejándose llevar por su pena y el terrible miedo, sin pronunciar palabra
alguna, y afirmando con su cabeza, aceptó el trato.
El asustado Cantuña
puso tan sólo una condición. Entre dientes y mirando al suelo dijo:
“… si
al amanecer, antes de que se pierda el sonido de la última campana del
Avemaría, no está concluido el atrio; si no se ha colocado hasta la última
piedra, si faltase una sola, óyelo bien, el trato será nulo”.
Contestó el Demonio.
“¡Hecho.
Que así sea! ¡Firma el documento!”
Poco después,
sentenciado y maldito, volvía el triste Cantuña a su vivienda. Lágrimas
abundantes corrían por el rostro moreno del runa. Ferviente imploró al cielo
perdón por su culpa y remedio para su alma...
Al día siguiente,
cuando empezaba a romper el alba, Cantuña se dirigió presuroso a la
construcción de la obra. Al llegar, miró que millones de diablos cruzaban, como
lenguas de fuego, por el espacio, ocupados en la construcción del atrio que
majestuoso se alzaba...
Y el alma, la pobre
alma del indígena, estaba ya perdida. La aflicción era demasiada, se arrepintió
tantas veces por ese pacto, estaba condenado a terminar sus días en el
infierno, no tenía salvación… cuando pensaba todo esto fue en un instante
que se preguntó:
“¿Realmente no tengo salvación…? ¿Aún
queda esperanza…?
Y secando sus lágrimas
con el poncho que llevaba puesto alzó a ver hacia la construcción y vio
hacia el fondo realmente una esperanza, aunque lejana pero esperanza al final.
Se levantó y sigiloso caminó hacia el atrio… se le ocurrió un plan, que
significaba una sola oportunidad. Sin dudar la llevó a efecto.
Pasó el tiempo y la
obra estaba terminada. El Diablo frotándose las manos sonreía. Lentamente y con
sonidos graves sonaron las cuatro campanadas que anunciaban la aurora de
aquel día.
“¡VICTORIA!”
Rugió victorioso
Luzifer…
Pero esa emoción
endemoniada expresada en su rostro se vio interrumpida por otro grito, un grito
temeroso y tímido…
“¡…la
victoria es mía!” “¡…faltó de colocar una piedra!”
Fue el indio, quien
con temeridad y susto contradecía a Satanás. En efecto, un bloque, uno solo
faltaba aún de colocar. El asustado indígena en su desesperación por librar su
alma de la condenación del infierno escondió una de las piedras de la
construcción debajo de su poncho sin que ninguno de los demonios se percatara
de eso. El alma de Cantuña habíase salvado.
Satanás, sorprendido,
pegó un alarido de indignación. El príncipe de las tinieblas fue
engañado y humillado por un mísero humano. El dueño del engaño y la falsedad se
vio ridiculizado por la inteligencia de un indio.
“¿Cómo pudo suceder?”
“¡Me
has engañado!. ¡Cantuña! ¡Cantuña!. Tu nombre será recordado por siempre hasta
el final de los tiempos. El indio que engañó al Diablo. Tuviste suerte esta
vez… pero aún así, no dejaré de tentarte y ofrecerte mis más “nobles” servicios
a ti y a toda tu descendencia.
Luego de decir
esto, el Diablo junto a sus vasallos diablillos, se refundió en lo más profundo
de la tierra.
El alma del indígena
se había salvado gracias a un acto insuperable de picardía. Finalmente quedó
para la posteridad, el Atrio majestuoso que decora la fachada del Templo Máximo
de San Francisco de Quito, y el recuerdo de esta peculiar historia en las
mentes de las gentes como uno de los relatos más tradicionales de esta
ciudad.
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